martes, 9 de julio de 2013

EL ENCANTO DE TU MIRADA (INTRODUCCIÓN)

Es realmente difícil imaginar hasta qué punto nos quiere el Señor y somos importantes para Él. No nos lo acabamos de creer del todo:

"Como azucena entre espinas es mi amada entre las doncellas..." (Ca 2,1). "¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven! Que ya se ha pasado el invierno y han cesado las lluvias..." (Ca 2, 10-11). "Paloma mía, que anidas en las hendiduras de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas, dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz. Que tu voz es dulce y encantador tu rostro"(Ca 2,14).

Estas bellas palabras del Cantar de los Cantares son pronunciadas por el Esposo y dirigidas a la esposa. Como sabemos el Esposo del libro del Cantar, en lectura cristiana de la Biblia, se refiere a Jesucristo. Y cuando se habla de la esposa, cada uno de los cristianos puede verse representado por ella; y considerar que esas palabras están dirigidas por el Señor a él mismo...como si cada uno fuese único: "Es única mi paloma, ..." (Ca 6,9) dice el Esposo. Y la esposa, hablando del Esposo: "...hacia mí tienden todos sus anhelos" (Ca, 6,11b)



El Cantar es el libro bíblico en el que más se pone de manifiesto, de modo poético pero real, el tipo Amor que Dios quiere tener con cada una de las personas humanas que somos y que Él ha creado. Y sólo puede entenderse plenamente a la luz del Nuevo Testamento, pues Dios se ha manifestado como Amor en la Persona de su Hijo hecho hombre, es decir, en Jesucristo. La unión con Jesucristo por medio de su Espíritu es la que hará posible que lleguemos a entender algo de lo que se escribe en el libro del Cantar. 

"¡Ábreme, hermana mía, amada mía, inmaculada mía! Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de la escarcha de la noche" (Ca 5,2)

¿Cómo es posible que de ese modo nos quiera el Señor? Misterio de los misterios, para el que no podremos encontrar ninguna explicación y que ha producido enormes quebraderos de cabeza (y sigue produciéndolos) en multitud de personas.Un ejemplo lo encontramos en la siguiente estrofa de un soneto de Lope de Vega (1562-1635) refiriéndose, precisamente, a ese versículo del Cantar:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

Es el mismo Jesús, en el Apocalipsis, quien nos dice: "He aquí que estoy a la puerta y llamo: Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él, y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3,20). Nos lo podemos imaginar (cada uno)... Jesús llamando a la puerta de mi corazón, pidiéndome permiso para entrar y susurrándome: "¿Sabes que me importas mucho? ¿Sabes que he dado mi Vida por tí? ¿Me abrirías tu corazón? ¿Me dejas que te quiera?". 

Nos parece estar escuchando las palabras de Marta a María, su hermana, diciéndole en secreto: "El Maestro está ahí y te llama" (Jn 11,28b), como dirigidas a  nosotros mismos. Esta llamada es para ahora mismo, para este instante en el que estoy aquí escribiendo (o leyendo). Nos interpela directamente, llama a la puerta de nuestro corazón. Debemos estar muy atentos para poder escuchar su voz. Y tener una total disponibilidad para lo que Él nos pida... empezando por abrirle la puerta de nuestro corazón, para que Él pueda entrar en nuestra vida y transformarla. Y es entonces cuando podrá decirle a cada uno de nosotros: Voy a cenar contigo y tú vas a cenar conmigo. Y no nos dirá: vamos a cenar juntos,  indicando así la relación de intimidad que Jesús desea tener con cada uno.

Dado que una característica esencial en el amor es la perfecta libertad de los que se aman (de ambos y no de uno solo)... Dios, que nos ama y que es soberanamente libre, nos ha creado “libres” para que nosotros, a su vez, podamos amarle a Él... el amor no puede imponerse o no sería amor. Y puesto que el amor se da entre iguales, Él mismo ha tomado nuestra naturaleza humana, haciéndose realmente hombre, uno de nosotros, sin lo cual no nos podría haber dicho aquello que nos dijo: Ya no os llamo siervos, sino amigos...” (Jn, 15, 15). 

La llamada es clara, por parte de Dios. No así la respuesta por nuestra parte. Ésta sería imposible si Dios mismo no nos diera su Espíritu, para que podamos responderle como conviene. Pero sabemos que el Señor no pide nada que no podamos cumplir y que contamos siempre con su ayuda. Las palabras de Jesús son consoladoras. Cuando se despide de sus discípulos, en el sermón de la última cena, antes de morir, les dice: “Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a Mí, para que, donde Yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14, 1.3). 

Ése es su deseo: que donde Él esté estemos también nosotros. Pues también nosotros queremos estar donde Él esté. Es verdad que mientras caminamos en esta vida no lo vemos. Y vivimos de la fe. Pero la fe es Luz. Podemos percibirlo a través de la fe incluso mejor que con los sentidos, pues sus Palabras son Espíritu y Vida,  y resuenan  con fuerza en nuestros oídos: "Esta es la victoria que vence al mundo: vuestra fe" (1 Jn 5,4b). "En el mundo habéis de tener tribulación. Pero tened confianza. Yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Y si me pedís algo en mi Nombre, Yo lo haré” (Jn 14, 14)

Por supuesto que todo esto requiere de nosotros una búsqueda incansable, una búsqueda que durará todo el tiempo de nuestra vida, que es justo el tiempo que tenemos para demostrarle al Señor que también nosotros le queremos. Esta búsqueda continua e ilusionada, que pasa a través de todo tipo de obstáculos, es fundamental, si de verdad queremos al Señor. En ella nos lo jugamos todo, también nuestro destino definitivo junto al Señor. De manera que merece la pena cualquier esfuerzo que hagamos en ese sentido. Siempre nos quedaremos cortos.

Las "poesías" que siguen a continuación tratan, precisamente, de la búsqueda de Dios. Por todo lo que se lleva ya dicho, está suficientemente claro que al decir Dios pienso en Jesucristo.

A Dios se le va encontrando poco a poco: primero en las cosas, en la naturaleza (las rosas, el mar, el viento, el perfume, las estrellas, etc.); luego en el sufrimiento, un sufrimiento propio del que está enamorado y no acaba de encontrar a Aquél que es el objeto de su amor (de ahí esa búsqueda ansiosa, las preguntas a las criaturas, el moverse en la oscuridad por senderos angostos, los viajes, los suspiros, el no darse tregua, el cortar las ataduras que impiden el encuentro en totalidad con su amado, etc.); y finalmente en el propio corazón (donde tiene lugar la lucha más fuerte, la prueba más difícil, para que sólo Él cuente, más que ninguna otra cosa, por buena que fuera, que no sea Él).

Pues bien: lo único que hace que este viaje de la vida merezca la pena es el encanto de su Mirada, esa Mirada en la que se descubre la maravillosa realidad de la vida que este mundo está tan empeñado en ocultar: la de que Dios está enamorado de cada uno de nosotros, de un modo personal y único. Dios está enamorado de mí; yo le importo y, por eso, soy valioso.  Y en su Mirada, a veces ligeramente percibida, sólo y siempre descubro comprensión, misericordia, cariño, amistad y alegría. Tan solo junto a Él es hermosa la vida. Todos los problemas se relativizan cuando se cae en la cuenta de que “sólo una cosa es necesaria” (Lc 10, 41) y cuando se vive con la certeza de que no estamos solos:  “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)

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