miércoles, 16 de abril de 2014

La venida de Dios al mundo: ANEXO (2 de 3) [José Martí]

5 de 7 (anexo 1)
6 de 7 (anexo 2)
7 de 7 (anexo 3)

Gracias a la venida de Dios al mundo, encarnándose en la Persona de su Hijo y manifestándose así, también, como hombre verdadero (además de ser Dios), en Jesucristo, podemos conocer en qué consiste el amor; no aquello a lo que el mundo llama amor, sino el auténtico amor, cuyas características propias se nos han revelado con la venida de Jesús. 

Este amor (el Amor de Dios manifestado en Jesucristo) al que todos estamos llamados, es el único que puede llamarse propiamente amor; y el  único que puede dar sentido a nuestras vidas. Pues ésa es la razón por la que estamos en este mundo: para amar y para ser amados. Recordamos aquí estas bellas palabras de San Agustín, dirigidas a Jesús: "Nos hiciste, Señor, para Tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Tí" 


Podríamos pensar que estamos en desventaja con respecto a los apóstoles, quienes estuvieron en contacto directo con el Señor y pudieron decir, con toda verdad: "Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros" (1 Jn 1,3). Pero no es tan sencillo como esto, porque, si así fuese todos sus contemporáneos hubieran creído en Él, lo que no ocurrió, como sabemos, no ocurrió: "Aunque había hecho tantos signos delante de ellos no creían en Él" (Jn 12,37). Y es más: fue precisamente, a raíz de la resurrección de su amigo Lázaro, cuando los príncipes de los sacerdotes y los fariseos convocaron un Sanedrín "y desde aquel día decidieron darle muerte" (Jn 11,53).


De modo que, aunque nosotros no hayamos visto al Señor con nuestros ojos ni lo hayamos oído con nuestros oídos, si creemos en el testimonio de los apóstoles, sabemos que eso es así. Podemos conocer su vida y su mensaje, sin temor a equivocarnos. Y en ese sentido podríamos decir que también lo hemos visto: tenemos la misma certeza que ellos (o incluso más). Y si no, ahí están las palabras del Señor, dirigidas a Tomás: "Bienaventurados los que sin haber visto, han creído" (Jn 20, 29). Según lo cual, podríamos aventurarnos a decir que, si tuviéramos fe, nuestra dicha sería aún mayor que la de sus mismos discípulos, a los que Jesús recriminó, en varias ocasiones, por su falta de fe; por ejemplo, en el episodio de la tempestad calmada les dijo: "¿Dónde está vuestra fe?" (Lc 8,25)


Mediante la lectura sosegada y atenta de los Evangelios y del Nuevo Testamento, y teniendo en cuenta la Tradición de la Iglesia para que sepamos interpretar correctamente el mensaje de Jesús, podemos conocer, con verdad, si ponemos de nuestra parte, cómo es el Amor de Dios, un amor del que rebosa toda la Biblia. 


Si recordamos las palabras del Génesis, cuando dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen 1,26) queda claro que cuanto más nos parezcamos a Dios, mejor cumplimos en nosotros aquello que somos esencialmente. Somos más hombres cuanto más nos parecemos a Dios (salvadas las distancias, en cuanto que Dios es Creador y nosotros sus criaturas). Por otra parte, "a Dios nadie lo ha visto jamás" (Jn 1,18) puesto que Dios es Espíritu. En el Antiguo Testamento, al hombre le era imposible conocer bien a Dios, pues necesitamos de los sentidos para conocer"Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu", decía Santo Tomás de Aquino. 


Hubo que esperar: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4, 4-5). Y continúa diciendo San Pablo: "Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 'Abba, Padre'. De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios(Gal 4, 6-7). "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y que lo seamos!" (1 Jn 3,1). Con la venida de Jesús al mundo todo ha cambiado. Ahora sí que tenemos la posibilidad de hacer realidad en nosotros esa semejanza con Dios a la que se hace referencia en el Génesis. Pero no hay que olvidarlo: tal semejanza con Dios sólo es posible en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre. Es igual al Padre en todo: "Yo y el Padre somos Uno" (Jn 10,30), pero ahora, al haberse hecho hombre, mirándolo a Él estamos viendo al Padre"El que me ve a Mí, ve al Padre" (Jn 14,9). 


todo el mensaje del Evangelio es un mensaje de amor. Cuando un doctor de la Ley, para tentar a Jesús, le preguntó: "Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la Ley?, Él le dijo: 'Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley los Profetas" (Mt 22, 36-39)


Todo lo que sabemos, con seguridad, sobre el auténtico amor se lo debemos a Jesús, que nos lo ha dado a conocer, al darnos a conocer el misterio de Dios como Amor que es en sí mismo (misterio trinitario) y como Amor que tiende a derramarse y a llenarlo todo: "El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos dado" (Rom 5,5). O como decía el gran poeta Dante Alighieri en la última frase de su Divina Comedia, cuando hablaba sobre el cielo, diciendo: "Al llegar a este punto le faltaron las energías a mi elevada fantasía; mas ya eran movidos mi deseo y mi voluntad, como rueda cuyas partes giran al unísono, por el amor que mueve al Sol y las demás estrellas"

(Continuará)

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