miércoles, 30 de septiembre de 2015

El pecado, la muerte y la unión del cristiano con Jesucristo: el cuerpo Místico de Cristo (1 de 3) [José Martí]



El pecado siempre es contra Dios: "Contra Tí, contra Tí sólo he pecado, y he hecho lo que es malo a tus ojos" (Sal 51, 6) ... o bien yendo directamente contra Él, a quien se rechaza, rechazando sus Leyes, que viene a ser lo mismo; o bien yendo contra aquellos a quienes Él ama. Recordemos el caso de Saulo. Se dirigía a Damasco para detener a todos los que creyeran en Jesucristo y -de repente- en el camino le envolvió un resplandor, como una luz del cielo y cayó al suelo (es de suponer que iba a caballo). Entonces oyó esta voz: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hech 9, 4). Saulo respondió: "¿Quién eres tú, Señor?" (Hech 9, 5a) y obtuvo esta respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hech 9, 5b).

El que persigue a los cristianos persigue a Jesús. El mismo Jesucristo lo dijo, de una manera que no da lugar a dudas: 
"Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40), frase que sólo tiene sentido si en Cristo somos uno, con unión real y no metafórica 


[Esto es algo que somos completamente incapaces de imaginar, por nosotros mismos: "Ni ojo vio ni oido oyó ni llegó al corazón del hombre lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman" (1 Cor 2, 9)]

"Padre ... que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos" (Jn 17, 26). La unión con Jesucristo, de la que estamos hablando, es posible sólo en el Amor, un Amor que se identifica con el mismo "Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5b), y se nos ha dado sin mérito alguno por nuestra parte

[Esto no deberíamos de olvidarlo nunca: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo que tienes lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4, 7)]

Por pura gracia, hemos sido hechos capaces de participar en la misma vida de Cristo, formando con Él verdaderamente un solo Cuerpo: "Igual que todos los miembros del cuerpo, aun siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Cor 12, 12). 

Actuamos como cristianos, es decir, como aquello que somos, en la medida en que nuestra vida se conforma a la vida de Jesucristo, con quien formamos un solo cuerpo. En Él somos. Sólo así se entienden las palabras que pronunció Jesús: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5). 

La identidad de un cristiano sólo cobra sentido en la unión con Cristo; no una unión cualquiera, sino que ésta llega a lo más íntimo de nuestro ser, hasta el punto de que un cristiano no puede entenderse a sí mismo si no es en unión con Jesucristo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 2, 5)



[Por supuesto que se trata de una meta a conseguir y que sólo se hará efectiva cuando lo hayamos dado todo, incluso nuestra propia vida. Sólo de este modo se puede entender un poco la expresión bíblica: "Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus fieles" (Sal 116, 15). ¿Cómo es esto posible? Pues porque en la muerte se hace realidad la máxima expresión de amor posible, según las palabras de Jesús: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).

El Justo por antonomasia es Jesucristo. Su muerte fue preciosa a los ojos de su Padre, porque en ella manifestó el máximo amor posible (amor hacia su Padre, por obediencia, y amor hacia nosotros, para nuestra salvación). Una entrega libre de su propia vida: "Nadie me quita mi vida, sino que Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10, 18). Y junto al Amor siempre va unida la Alegría como la otra cara de la misma moneda. La muerte, así entendida (único modo de entenderla para que pueda tener algún sentido), como donación total y expresión del máximo amor que puede darse en el presente eón, se convierte así en preciosa y hermosa. Lo horrososo, como es la muerte, transformada así en lo más hermoso que puede darse a este lado del mundo. 

Por ella nos redimió Jesucristo del pecado e hizo posible, a su vez, que nuestra muerte tuviera -ahora- un sentido, si es que estamos verdaderamente unidos con Él por la gracia. Nuestra muerte y nuestra vida, todo cuanto somos y tenemos le pertenece: "Si vivimos para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Porque ya vivamos, ya muramos, somos del Señor" (Rom 14, 8).


Y esta realidad no nos hunde en la nada ni nos aniquila sino que nos hace vivir conforme a lo que realmente somos. Nuestra identidad como personas no se pierde sino que, por el contrario, nos sentimos más plenamente realizados en tanto en cuanto vivimos y estamos más unidos a Jesús. Y no solo nos "sentimos" realizados sino que "realmente" lo estamos. En Él somos más "nosotros mismos", vivimos una vida más real y vivimos en la Verdad, una verdad que nos dice que formamos con Él un solo Cuerpo: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y que lo seamos!" (1 Jn 3,1). 


(Continuará)

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